jueves, 30 de diciembre de 2010

Capítulo 10. El misterio ahora desvelado

Capítulo 10. El misterio ahora desvelado

Las posdatas tienen una importancia proverbial, y las posdatas apostólicas no son excepción a la regla. Pero la posdata final de la Epístola de San Pablo a los Romanos ha sido tratada con una curiosa negligencia por parte de los teólogos. ¡Obsérvese el extraordinario descuido con que ha sido traducida incluso por los revisores de 1881 de la versión inglesa! Fue sin duda con su propia mano, después que su secretario, Tercio, hubiera dejado la pluma, que Pablo añadió las palabras tan cargadas de significado con que concluye la Epístola: «Al que puede estableceros según mi evangelio que es la predicación de Jesucristo según [la] revelación de un misterio que había sido guardado en silencio a lo largo de tiempos eternos, pero que se manifiesta ahora y por medio de escrituras proféticas según el mandato del Dios Eterno se da a conocer a todas las naciones para la obediencia a la fe —al único y sabio Dios sea la gloria mediante Jesucristo para siempre».[1]
«Mi evangelio». Estas palabras, tres veces repetidas por San Pablo,[2] no constituyen una mera expresión convencional. Reciben explicación en varias de sus epístolas,[3] y de una manera especialmente concluyente en su carta a los Gálatas. Allí expresa en términos explícitos y enfáticos que el evangelio que él predicaba entre los gentiles había sido objeto de una revelación especial a él mismo. No solamente no se lo habían enseñado los que eran apóstoles antes que él, sino que fue él quien, por mandato divino específico, que lo comunicó a «los Doce»; y esto no fue sino hasta su segunda visita a Jerusalén, diecisiete años después de su conversión.[4] Por tanto, resulta verdad que su testimonio era esencialmente distinto en carácter y alcance a nada de lo que encontramos en el ministerio de los demás apóstoles que aparezca en Hechos. Y esto, afirma él, lo reconocieron ellos mismos. «Vieron», dice Pablo, «que me había sido encomendado el evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión».[5] Este último era una promesa según las Escrituras de los profetas: el primero, una proclamación según la revelación de un misterio mantenido en secreto desde la eternidad, pero ahora manifestado en esta dispensación cristiana, y dado a conocer a todas las naciones mediante Escrituras proféticas. ¿Cuáles, pues, eran estos escritos? ¿Y cuál el misterio que de este modo se revelaba?
La traducción del pasaje en nuestras versiones castellanas constituye un compromiso entre la traducción y la exegesis; y que la exposición que se sugiere con tal combinación resulta errónea se hace patente debido a que hace que la afirmación del apóstol sea incoherente hasta el límite del absurdo. Si es mediante de los escritos de los profetas hebreos que el evangelio se da a conocer a todas las naciones, ¡queda por ello claro que no habría sido un misterio guardado en secreto a lo largo de todas las edades! Las palabras «por escrituras proféticas» se refieren evidentemente a las Escrituras del Nuevo Testamento; y como el evangelio que así se da a conocer no fue confiado ni siquiera a los otros apóstoles, sino solamente «al apóstol de los gentiles», será preciso que nos volvamos de nuevo a las Epístolas de Pablo para buscarlo. Entonces, ¿contienen estas epístolas alguna o más grandes verdades características que no se puedan encontrar en las Escrituras anteriores?
Nuestra palabra castellana «misterio» significa algo que es o bien incomprensible, o bien desconocido; pero este no es el significado de la palabra griega musterion.[6] En su primera acepción, tanto en griego clásico como bíblico, es simplemente un secreto; y un secreto, cuando se revela, puede ser comprendido por cualquiera. Una cerradura de combinación es un «misterio». Se abre tan fácilmente como las demás siempre y cuando se posea la clave apropiada, pero sin la clave no se puede abrir en absoluto. Los misterios del Nuevo Testamento son verdades divinas que hasta entonces habían sido «guardadas en silencio»; verdades que no se habían sido revelado en las Escrituras anteriores, y que no podían conocerse hasta que fuesen reveladas. Tan sólo en una ocasión el Señor utilizó esta misma palabra, cosa que se registra en los tres primeros Evangelios, y aparece cuatro veces en Apocalipsis. Pero, aparte de estas excepciones, solamente se encuentra en las Epístolas de San Pablo, donde aparece no menos de veinte veces.
En algunos de estos pasajes esta palabra se usa en su acepción secundaria. En otros se revelan secretos específicos. Y entre los más destacados encontramos los siguientes:
El misterio de iniquidad, que culmina con la revelación del inicuo.[7]
El misterio de que, a la venida del Señor, algunos de Su pueblo pasarán al cielo como lo hizo Elías: «sin probar la muerte ni conocer el sepulcro».[8]
El misterio de que en la presente dispensación los creyentes son unidos a Cristo en una relación especial como miembros de un cuerpo del que Él mismo es la cabeza.[9]
Aquí, pues, tenemos unos «misterios» específicos respecto a los cuales las Escrituras anteriores callaban; y se puede añadir que, aunque están ahora revelados, siguen siendo desconocidos por la mayoría de los cristianos. Pero éstas son verdades esencialmente para el creyente, en tanto que el «misterio» de la posdata del apóstol constituye de manera enfática una verdad para TODOS: una verdad que se ha de dar «a conocer a todas las gentes para la obediencia a la fe».
Además, la afirmación del apóstol presupone que sus palabras serían comprendidas por aquellos a quienes estaban dirigidas. Por ello, como nunca había visitado Roma personalmente, podemos volvernos confiadamente a esta Epístola misma para buscar en ella la verdad a la que se refiere.
En primer lugar, entonces, es una verdad-misterio: una verdad que hasta entonces había sido «mantenida en silencio». En segundo lugar, es una verdad de alcance y aplicación universales. Y, en tercer lugar, es una verdad que tiene que encontrarse en la Epístola a los Romanos. Con estas claves para orientarnos, no puede haber dificultad alguna para identificar la verdad de que se trata; porque una, y tan sólo una, dará satisfacción a todos estos requisitos.
En común con algunas otras grandes verdades de la fe cristiana, la Reconciliación ha recibido escasa atención de los teólogos. Se podrían llenar muchas páginas con citas de libros aceptados que o bien la tergiversan o la niegan. Pero todos los intentos de extirparla de nuestros credos se deben, como dice el arzobispo Trench, «a una resuelta decisión de librarse de la realidad de la ira de Dios en contra del pecado».[10] El pecado no apartó simplemente al hombre de Dios, sino que apartó a Dios del hombre. Un Dios santo y justo no podía por menos que considerarle como enemigo. Pero «siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo». Y «por el Señor nuestro Jesucristo» aquellos que creen «hemos recibido ahora la reconciliación».[11] «Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación. Así que, somos embajadores de Cristo», añade el apóstol, «como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios».[12] Este es un llamamiento al pecador, no a que, como demasiado frecuentemente se presenta, perdone a su Dios, sino a que entre al beneficio no buscado que Dios, en Su infinita gracia, ha llevado a cabo. Porque (añade luego el apóstol): «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en El».[13]
Las palabras no podrían ser más sencillas, y sin embargo, como ya se ha visto, esta verdad tan claramente expuesta es tergiversada o negada en muchos sectores. Así como en la actualidad tenemos filántropos dogmáticos que se refieren al crimen como si no fuera otra cosa que una excentricidad natural de naturalezas débiles, también hay teólogos que se deleitan en describir del pecado de tal manera que, si no se hubiera hecho provisión a su respecto en la economía divina, la omisión hubiera redundado totalmente en descrédito de Dios. Por su parte, otros dejan tan de lado las grandes verdades del amor de Dios al mundo y de la reconciliación del mundo con Dios mediante Cristo, que la soberanía de Dios degenera a un mero favoritismo, y la muerte de Cristo no resulta otra cosa que un medio por el que los pocos favorecidos pueden obtener la bendición.
Es en vano que se buscará esta gran verdad de la Reconciliación en las Escrituras del Antiguo Testamento. Su revelación era desde luego imposible en tanto que el judío mantuviera la posición que abandonó al rechazar al Mesías. Cuando leemos el Evangelio de San Juan a la luz de las Epístolas, podemos discernirla en la enseñanza de nuestro Señor; pero sin tal luz nadie se atrevería a formularla. Y desde luego, para el judío esta doctrina tiene que haber resultado pasmosa, e incluso entre los cristianos se recibe con vacilaciones y reserva. Pero las dificultades que aparecen en la exposición del quinto capítulo de Romanos se relacionan solamente con el argumento. La doctrina que se enseña es inequívocamente clara. «Como por una transgresión [el resultado fue] a todos los hombres para condenación, de la misma manera por un acto de justicia [el resultado fue] a todos los hombres la justificación de vida.» Si las palabras quieren decir algo, esto declara que la muerte de Cristo tiene una eficacia tan completa y universal como el pecado de Adán. Si aquel pecado «introdujo la muerte en el mundo, y todos nuestros males», así la gran dikaiöma trajo justificación de vida a todos los hombres hasta allí donde la transgresión del Edén les trajo condenación.
Pero la obra de Cristo va infinitamente más allá de esto. La transgresión del Edén introdujo el reinado de la muerte. «El pecado reinó para muerte.» «La paga del pecado es la muerte», y el pecado clamaba ante el mismo trono de Dios como medio para hacer cumplir sus justas demandas. Pero el Calvario ha destronado al pecado, y la gracia reina ahora suprema. Y ello no a costa de la justicia, sino por medio de la justicia. Y así como el pecado reinó para muerte, de este modo la gracia reina ahora para vida eterna. O, pasando más allá de la espléndida imaginería de la Epístola, aprendemos la verdad asombrosa de que la actitud divina hacia los hombres es de un favor universal. No se trata de que el gentil haya alcanzado la posición especial de privilegio de la que ha caído el judío, porque ahora, aparte de «la familia de la fe», no hay ahora ningún pueblo favorecido: «No hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvo».[14] Así, la vida eterna es puesta al alcance de todo ser humano a quien viene este testimonio.[15] Entonces, ¿cómo es posible que tan pocos reciban este beneficio? La respuesta a esta pregunta demanda un capítulo para ella sola.




[1] Nuestras versiones inglesas (como muchas de las castellanas  N. del T.),  han distorsionado el pasaje, primero por una puntuación (yo he seguido aquí la del Deán Alford) que hace del misterio una característica del poder que nos establece, en tanto que en realidad, caracteriza la predicación por la que somos establecidos; y, en segundo lugar, por la traducción de las palabras διά τε γραφῶν προφητιϰῶν (cp. Mt. 26:56): «Las Escrituras de los profetas»). También se debe tener en cuenta que tanto «revelación» como «misterio» carecen de artículo, pero aunque el castellano parece demandar el artículo delante de la primera palabra, su inserción delante de «misterio» no es solamente innecesaria, sino también engañosa.
[2] Romanos 2:16; 16:25; 2 Timoteo 2:8
[3] Ver, p. ej., Efesios 3;  Colosenses 1:25-26
[4] Gálatas 1:11—2:12
[5] Gálatas 2:7
[6] Ver Apéndices, nota 5.
[7] 2 Tesalonicenses 2:7-8. En el seno de la Iglesia, naturalmente. La iniquidad en el mundo es tan antigua como el pecado.
[8] 1 Corintios 15:51
[9] Efesios 3:4-6; 5:30-32; 1 Corintios 12:12-13 y ss.
[10] Synonyms, Part II, p. 123
[11] Romanos 5:10-11
[12] 2 Corintios 5:18-20. Este pasaje está inseparablemente vinculado en mi mente con un suceso que me contó en una ocasión el difunto Sir Robert Lush. Cuando el sargento de policía Wilkins volvió al Palacio de Justicia después de una enfermedad que prácticamente terminó con su carrera, el señor Lush (entonces no había sido aún armado caballero) lo vio sentado con el rostro hundido entre sus manos, y se dio cuenta de que le caían lágrimas por entre los dedos. Él no conocía al suboficial, pero cuando lo vio salir corriendo del Palacio de Justicia, lo siguió, y mencionando delicadamente lo que había visto, le preguntó si tenía algún problema en el que pudiera ayudarle. El suboficial le agradeció mucho su gentileza, pero le explicó que su aparente aflicción se debía a las palabras arriba citadas, que había estado leyendo aquella mañana, y que le habían venido a la memoria mientras se hallaba sentado en el tribunal, no pudiendo reprimir su emoción. Este incidente será apreciado por aquellos que sepan qué clase de hombre era. Será suficiente decir que no tenía por costumbre leer la Biblia. Pero ¡cuántas personas hay así, que se vuelven a ella en tiempos de enfermedad o de aflicción!
[13] 2 Corintios 5:21
[14] Romanos 10:12
[15] Este tipo de afirmación disgustará a aquella escuela de pensamiento religioso que se vanagloria de tener como fundador a uno de los mayores maestros de la Iglesia. Pero apelemos al maestro contra los discípulos. Este es el comentario que da Calvino acerca del versículo acabado de citar (Ro 5:18): «Él hace que este favor sea común a todos, debido a que se propone a todos, no porque en realidad se extienda a todos; porque aunque Cristo sufrió por los pecados de todo el mundo, y se ofrece por la bondad de Dios a todos sin discriminación, con todo esto no todos le reciben».
   Y el siguiente extracto de su comentario al tercer capítulo del Evangelio de San Juan no es menos pertinente. Refiriéndose al versículo dieciséis, dice: «Cristo empleó el término universal todo aquel tanto para invitar indiscriminadamente a todos a participar de la vida como para dejar a los incrédulos sin excusa. Este es el significado del término mundo. Aunque no hay nada en el mundo que sea digno del favor de Dios, a pesar de todo Él se muestra reconciliado con todo el mundo cuando invita a todos los hombres sin excepción a la fe de Cristo, la cual no es otra cosa que una entrada a la vida».
   Y si alguien pregunta: ¿Cómo es, pues, posible el juicio?, la respuesta es que el juicio se basa sobre esta misma verdad. Ver el Capítulo 12 de este libro.


Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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