jueves, 30 de diciembre de 2010

Capítulo 11. La influencia de Satanás

Capítulo 11. La influencia de Satanás

El diablo de la cristiandad es un mito. Así como la imaginación humana, obrando sobre un fundamento de hechos y de verdades, ha personificado un objeto para adorarlo, igualmente por un proceso parecido ha creado una cabeza de turco para dar cuenta de los crímenes y vicios de la humanidad. Hay un falso Jesús que es el Buda de la Cristiandad; y un Satanás mítico constituye su espantajo. Y tanto en un caso como en el otro un abismo separa el mito de la realidad.
El Satanás de la mitología cristiana es un monstruo de maldad, el instigador de cada crimen de brutalidad excepcional o de aborrecible concupiscencia. El Satanás de las Escrituras es el terrible ser que se atrevió a ofrecerse a nuestro divino Señor como Su patrocinador. Cuando alguien se aparta por malos caminos, «de su propia concupiscencia es atraído y seducido».[1] El corazón humano, declara nuestro mismo Señor, es el vil manantial del que proceden la inmoralidad y los crímenes.[2] Si usamos la palabra «inmoral» en su sentido estrecho y popular, no hay base para creer que Satanás provoque nunca a actos inmorales. De hecho, si dejamos a un lado sus incitaciones dirigidas personalmente a Cristo, solamente el caso aislado de Ananías y Safira nos da un pretexto para afirmar que él haya nunca tentado a hacer algo que el juicio humano pudiera condenar.[3]
Esta afirmación puede parecer sorprendente, pero es cierta y se puede demostrar su veracidad. Del mundo invisible no conocemos nada en absoluto más que lo que nos revelan las Escrituras: por ello, es a las Escrituras que tenemos que dirigirnos. Y acerca de esto, el Antiguo Testamento guarda un elocuente silencio. Si la creencia popular estuviera bien fundamentada, ¿sería posible no encontrar entre Génesis y Malaquías una palabra para apoyarla? Hay sólo tres pasajes en los que se menciona a Satanás. El primero describe la caída del hombre, y ahí toda la intención del tentador fue la de apartar a la criatura de Dios. Apareció ante nuestros primeros padres en el papel de un filántropo, y sembró en sus corazones la semilla de la desconfianza.[4] El siguiente pasaje describe sus ataques contra Job, y también aquí su intención era llevar al patriarca a dudar de la bondad de Dios.[5] Y el tercer pasaje narra el misterioso incidente cuando intentó estorbar al sumo sacerdote Josué en el cumplimiento de su sagrada función.[6]
Cuando pasamos al Nuevo Testamento debemos evitar el error popular de confundir a Satanás con los ángeles que «no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada».[7] Estos están encarcelados, esperando «el juicio del gran día». No tienen parte en el curso de los asuntos humanos. Por su parte, los demonios son seres de un orden totalmente diferente. Se supone que están subordinados al diablo, y debido a que algunos de ellos son expresamente llamados «espíritus inmundos», se atribuye inmundicia a Satanás. Pero la suposición se basa en creencias judaicas e, incluso, si la creencia es cierta, la inferencia es forzada. ¡Un gobernante puede tener súbditos viciosos y, a pesar de ello, estar personalmente libre de vicios![8]
¿Pero acaso no se describen los pecados como «las obras del diablo»? ¿Y qué de las palabras que «el que peca es del diablo»? ¿Querrá el inquiridor considerar la definición de pecado a la que esto se refiere, una de las únicas definiciones en la Biblia? «El pecado es rebeldía (Gr.[9] La posesión de una voluntad independiente es la vanagloria orgullosa, pero peligrosa, del hombre. Su deber, seguridad y felicidad demandan por igual que su voluntad quede subordinada a la voluntad de Dios, y toda revuelta contra la voluntad divina es pecado. Su esencia es rebeldía; el elemento de inmoralidad es totalmente accidental.
Y esto explica el comentario apostólico sobre el precepto: «Airaos, pero no pequéis».[10] La ira puede en sí misma ser correcta. Pero si se abriga puede degenerar en rencor; y así, aquello que al principio podía ser una muestra de comunión con Dios —porque «Dios está airado contra el impío todos los días»[11]— puede llevar a pensamientos e incluso a actos que son solamente malvados. Por ello, el apóstol añade: «No se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo». El mito de Satanás lleva a muchos a entender esto como solamente una advertencia en contra de la violencia homicida. Pero el pasaje que concluye esta Epístola[12] demuestra que la teología del apóstol tocante a las tentaciones satánicas se relaciona con una esfera muy diferente. El conflicto normal de la vida cristiana comienza donde ha acabado la lucha contra «carne y sangre». Es en la esfera espiritual, y no en el dominio de la moral, donde se necesita de la armadura de Dios. El fariseo o el budista pueden jactarse de una norma de moralidad tan elevada como la del cristiano. Puede que sus motivos sean inferiores, pero los resultados externos son los mismos. Cuando algún hombre de reputación cae en actos vergonzosos, se tendría al diablo como responsable de su caída ante cualquier tribunal eclesiástico, pero no en el de Old Bailey,[13] donde los prejuicios no sirven de nada, y donde la prueba tiene que ser plena y clara. Nadie puede afirmar que Satanás no pudiera rebajarse a tales medios para conseguir sus fines, pero podemos afirmar que no hay «antecedentes penales» con respecto a ello en perjuicio suyo.
«Pero», dirá el objetante, indignado: «¿Acaso no lo denunció nuestro mismo Señor como mentiroso y homicida?». Sí, cierto, estas fueron sus palabras a los fariseos que estaban maquinando Su muerte. Pero, ¿cuál era su sentido? Considerémoslo con una mente abierta, porque el mito acerca de Satanás ha oscurecido tanto su significado, que los comentarios no nos serán de ayuda. A la vacía jactancia de los judíos de descender de Abraham, el Señor les replicó que los que fuesen hijos del patriarca andarían en los caminos de su padre; pero que, en cuanto a ellos, lo que querían era matarle porque les había presentado la verdad dada por Dios. Entonces ellos se refugiaron en aquel invento de los apóstatas, la paternidad de Dios, atrayendo sobre sí mismos las hirientes palabras: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla LA mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de ELLA».[14] Recordemos, estas palabras no son una vulgar injuria. Son las palabras del mismo Cristo a unos hombres de carácter y reputación, honorables y serios que, bajo sus responsabilidades como conductores religiosos del pueblo, deploraban Sus enseñanzas como cosa pestilente y profana. Un lenguaje así dirigido por tales labios a tales hombres es de una imponente solemnidad; pero, ¿cuál es su significado?
El diablo es «homicida desde el principio». ¿El principio de qué? Desde luego, no de su propia existencia, porque fue creado en perfección y en belleza. Ni tampoco el del paraíso de Edén, porque Satanás había ya arrastrado a otros en su ruina mucho antes que nuestra tierra viniera a ser el hogar del hombre. Su condición de homicida se relaciona de inmediato con LA verdad que ha rechazado y con LA mentira de la que él es el padre. Al escuchar estas misteriosas palabras de nuestro divino Señor se nos concede un atisbo de la eternidad pasada cuando el gran misterio de Dios fue dado a conocer primero a «los principados y potestades», las grandes inteligencias del mundo celestial.[15] La mayor entre ellas era el ser que ahora conocemos como Satanás, y la promulgación del propósito de las edades le reveló que quedaba aún que revelar un Primogénito que tenía que «tener la preeminencia» en todo.
La ciencia ha derramado desdén sobre la antigua creencia de que el hombre es el centro del universo. Y sin embargo la antigua creencia estaba en lo cierto. Pero Aquél que tiene el derecho a esta trascendente dignidad no es el hombre de Edén —«¡vano insecto de una hora!»— sino el Hombre que es «el Señor del cielo». Y Él es el objeto del odio del diablo. Al provocar la caída de Adán es posible que creyera que él era el primogénito prometido. Pero no fue hasta la Tentación del mismo Cristo que por fin Satanás y su mentira quedaron por fin de manifiesto. Ni una persona entre mil que leen el relato de la Tentación se da cuenta de su significado. ¿Cómo podría el Satanás según la Cristiandad atreverse a ponerse delante del Señor de la Gloria? ¿Y cómo podrían las sugerencias de un monstruo tan repulsivo ser otra cosa que odiosas y repulsivas? ¡Supongamos que el biógrafo de una mujer de noble ánimo y de vida santa intentara enfatizar la pureza de su mente y la estabilidad de su carácter narrando que una vez tuvo un encuentro privado con un hombre notorio como libertino desvergonzado y vulgar y que, con todo, salió sin mancha de la prueba! No menos absurda aparece la narración de la tentación si la leemos a la falsa luz del mito acerca de Satanás.[16]
El Satanás de las Escrituras es un ser que pretendía enfrentarse a nuestro Señor sobre la base no de igualdad, sino incluso de superioridad. Habiéndolo «llevado» a un monte, y habiéndole presentado aquella misteriosa visión de soberanía terrenal, «le dijo el diablo», según leemos: «A ti te daré todos estos reinos, y la gloria de ellos; porque a mí me han sido entregados, y a quien quiero los doy. Si tu postrado me adorares, todos serán tuyos».
¿Tenemos aquí meramente un arrebato de locura irresponsable o de impiedad blasfema? Es la atrevida proclamación de un derecho disputado. Satanás reivindica la condición de Primogénito, el heredero de derecho de la creación, el verdadero Mesías y, como tal demanda la adoración de la humanidad. Los hombres sueñan en un diablo con cuernos y pezuñas —un monstruo repugnante y obsceno— que ronda por los barrios perdidos y por los dorados nidos de vicio de nuestras ciudades, tentando a los corrompidos a cometer acciones atroces o vergonzosas. Pero, según las Sagradas Escrituras, él «se disfraza como ángel de luz», y «sus ministros se disfrazan como ministros de justicia».[17] ¿Acaso los «ministros de justicia» corrompen la moral de las personas o las incitan a cometer ultrajes?
Y esto prepara el camino a la más amplia afirmación de que lo que él controla es la religión del mundo, no sus vicios y crímenes. Su imponente título es el de «el dios de este mundo»; un título concedido por Dios al Maligno, y no porque el Supremo haya delegado Su soberanía, sino porque el mundo le rinde su homenaje. De modo que es en la esfera de la religión donde se ha de buscar la influencia del Tentador; no en los expedientes de nuestros tribunales de justicia ni en las páginas de las novelas obscenas, sino en las enseñanzas de las falsas teologías.
La mentira de la que él es el padre es la negación del Cristo de Dios, del Cristo del Calvario, del único mediador entre Dios y los hombres, de la propiciación por los pecados del mundo; del «propiciatorio»[18] donde un pecador perdido puede encontrarse con un Dios santo y hallar el perdón y la paz. Pero «el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios».[19] De ahí que los hombres se vuelvan a la iglesia, a la religión, a la moralidad, al «Sermón del Monte» —haciendo del Señor mismo un ministro de la propia justicia y soberbia de ellos—: en una palabra, se vuelven a cualquier cosa antes que a la Cruz de Cristo.
Lo que llevó al descubrimiento del planeta Neptuno fue las perturbaciones evidentes debidas a alguna causa desconocida en los movimientos de otros planetas. ¿Y acaso no tenemos razones para buscar un «Neptuno» en la esfera espiritual? ¿No es evidente que existe alguna influencia siniestra que está en operación aquí? ¿Cómo se puede explicar, entonces, que, bajo la plena luz de nuestra adelantada civilización, incluso personas de la mayor inteligencia y cultura sean engañadas por los trucos y las supersticiones del repertorio del clericalismo?
Pero «la mentira» tiene otras fases. La mente del Tentador se manifiesta también en algunos de nuestros libros piadosos más populares. Las verdades del juicio eterno y de un infierno para el no arrepentido, de la redención por la sangre y de la necesidad de la salvación mediante la muerte del gran Sustituto que llevó nuestros pecados, así como las doctrinas relacionadas con las mismas, son objeto de rechazo como supervivientes de una edad oscura y crédula: al hombre le corresponde forjar su propio destino y ascender hasta el ideal divino. Y todo esto se prologa y se hace verosímil con la temeraria insinuación de que las palabras dichas por Dios son o mal interpretadas o falsas. A esto hay hombres que lo llaman un nuevo Evangelio: es el Evangelio más antiguo conocido. En cada uno de sus puntos nos recuerda las antiguas palabras: «¿Conque Dios os ha dicho...?». «No moriréis»; «Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal». ¡El «Jesús» de esta teología tiene un siniestro parecido con el gran filántropo de Edén! En nombre de este «otro Jesús»[20] se volvería a rechazar al Cristo de Dios si regresase hoy a la tierra.
Durante Su ministerio en la tierra. las obras y las palabras del Señor para los caídos y corrompidos llevaron a que se le considerase como amigo de los deshonestos y de los inmorales. ¿Y por qué? Esta pregunta queda bien contestada con otra: ¿Acaso no vino Él a buscar y a salvar lo que se había perdido? ¿Cómo, pues, iba a echarlos de Su presencia? ¡Qué extraño Salvador sería! Él no podía tolerar el pecado, pero para los pecadores Su amor y compasión eran infinitos. Y Sus detractores confundieron la compasión hacia los pecadores con la tolerancia hacia el pecado. Pero cuando los hombres rehusaban reconocer que estaban perdidos, y se separaban de Él mediante una barrera infranqueable de religión y de moralidad, el amor infinito se veía impotente. ¡La misma Omnipotencia quedaba frustrada! Y Aquel que había llorado en silencio ante el sufrimiento humano dio rienda suelta a su aflicción al anticipar su condenación.[21]
Todavía en otra ocasión Él exclamó: «¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste!»[22] La mano que Él les había extendido para salvarlos la echaron a un lado con el mayor desprecio. ¡Y qué cosa tan asombrosa! Hombres de una moralidad intachable, de la más profunda piedad, de una devoción intensa a la religión —hombres considerados y respetados por el pueblo, que los reconocía como sus dirigentes—, tuvieron que oír que los corrompidos y deshonestos tenían más esperanza del cielo que ellos. Su enseñanza significaba un escándalo público; Su misión les resultaba insultante. Y desde su perspectiva, toda verdad y decencia quedó ultrajada cuando Él los llamó abiertamente «hijos del infierno» ¡y les dijo que tenían por padre al diablo!
Cuando un tumor maligno está devorando los órganos vitales, la delicadeza de un médico resulta inútil; el bisturí del cirujano tiene que llegar al mal, sin importar cual sea el riesgo. Y es cosa cierta que si Aquel que era tan lleno de gracia, tan «manso y humilde de corazón», dijo cosas tan hirientes, se debió a que ningún tratamiento más delicado podía dar resultados. Se debía a lo desesperado de su caso, y a que la influencia de ellos era catastrófica. Y hombres como aquellos deben tener sucesores y representantes en la tierra en nuestros días. ¿Quiénes son? ¿Dónde están? Dejemos que el lector reflexivo encuentre la respuesta por sí mismo. Pero que mantenga a la vista los factores del problema. No fueron «las rameras y los publicanos» los que fueron señalados de este modo como hijos del infierno. ¡Desafortunadamente para la naturaleza humana, no era necesario ningún diablo para dar cuenta de los pecados de rameras y de publicanos! Fue empero a los judíos religiosos a quienes se dirigieron estas terribles palabras. ¿Y por qué? Porque el culto satánico no tiene que buscarse en las orgías paganas, sino en la aceptación del Evangelio del Edén, y en el seguimiento de sistemas religiosos que honran al hombre y deshonran a Cristo.[23]

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[1] Romanos 10:12
[2] Marcos 7:21
[3] Ver Apéndices, nota 6.
[4] Génesis 2
[5] Job 1-2
[6] Zacarías 3:1-2. En 1 Crónicas 21:1 y en Salmos 109:6 la palabra traducida como Satanás en la versión Reina-Valera denota meramente un adversario (cp. V.M.). Y no puedo servirme de Isaías 14:12, etc., ni de Ezequiel 28:14 y ss., por mucho que me pudieran ser de ayuda, porque no hay manera de determinar con certidumbre que sea Satanás el personaje allí referido. De ello, personalmente, no tengo ninguna duda. La palabra Diablo no aparece en el Antiguo Testamento. En los cuatro pasajes en los que en la versión inglesa antigua aparecía la palabra «diablos», en la versión revisada adopta otras palabras.
[7] Judas 6; 2 Pedro 2:4
[8] En Mateo 12:24-27, nuestro Señor ni adopta ni rechaza la creencia judía. ¡Qué grotesca es la sugerencia de que en aquel momento debería haberles dado un discurso sobre demonología! dejando el tema de lado, les devolvió el vituperio con las palabras: «Si yo echo los demonios por Belcebú, ¿por quién los echan vuestros hijos?». A no ser qué los fenómenos descritos por los espiritistas se puedan explicar mediante engaños o fraudes, se tienen que atribuir a demonios; y parece haber poderosas razones para creer que algunos hombres se hallan poseídos por demonios «inmundos».
[9] 1 Juan 3:4, Gr. La traducción «infracción de la ley» es inexacta; anomia es un término más amplio, la insubordinación frente a la ley.
[10] Efesios 4:26. Estas palabras son una cita literal del Salmo 4:4 (LXX).
[11] Salmo 7:11
[12] Efesios 6:10-20
[13] Old Bailey es el tribunal de lo criminal en Londres (N. del T.).
[14] Juan 8:44 Ver Apéndices, nota 7.
[15] Posiblemente esta es la explicación de las «coincidencias» entre el cristianismo y algunas de las antiguas religiones del mundo. No aludo al budismo, porque sus aparentes «coincidencias» admiten una explicación mucho más prosaica (ver, p. ej., la obra del profesor Kellogg referenciada en la nota 7 del capítulo 6), sino al culto de Tamuz y de la antigua Babilonia. Las Escrituras nos advierten de que, en el futuro, Satanás falsificará los misterios divinos; ¿sería algo extraño que lo hubiera hecho en el pasado?
[16] Ver Apéndices, nota 6.
[17] 2 Corintios 11:14
[18] En Juan 2:2 y 4:10 El es llamado el ἱλασμός. En Romanos 3:25 El es llamado el ἱλαστήριον (propiciatorio). Esta palabra aparece solamente otra vez en el Nuevo Testamento (Hebreos 9:5).
[19] 2 Corintios 4:4
[20] 2 Corintios 11:4
[21] En Juan 11:35 la palabra utilizada implica lágrimas silenciosas. El término de Lucas 19:41 significa un un lamento con todas las expresiones externas de dolor.
[22] Lucas 13:34
[23] Para una posterior consideración de la cuestión general, ver Apéndices, nota 8.



Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.


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