miércoles, 29 de diciembre de 2010

Capítulo 6. El cristianismo y la religión de la Cristiandad

Capítulo 6. El cristianismo y la religión de la Cristiandad

«EL Soberano del Universo es, en general, un buen Soberano, pero con tantos asuntos entre manos que no tiene tiempo de fijarse en los detalles.» Esta era la apología de Cicerón hace dos mil años por el abandono de parte de Júpiter de su reino terrestre.[1] Y estas palabras expresarían acertadamente los vagos pensamientos que flotan en las mentes del común de la gente, si es que piensan en absoluto en Dios en relación con los asuntos de la tierra. Pero hay momentos en la vida en los que, usando el lenguaje del antiguo Salmo: «corazón y carne claman por el Dios vivo».[2] El Dios vivo: no una mera providencia, sino una Persona real; un Dios que nos ayude como nuestros semejantes lo harían si tuvieran poder para ello. Y en momentos así las personas oran como nunca lo han hecho antes; y los que están acostumbrados a orar, lo hacen con un fervor apasionado que nunca antes habían conocido. Pero, ¿cuál es el resultado? «Aun cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración.»[3] Esta es la experiencia de miles. Las personas no hablan de estas cosas; pero, al darle vueltas a las mismas en sus mentes, la fría bruma de una incredulidad asentada apaga el último rescoldo de fe en corazones enfriados por un sentimiento de total desolación, o excitados a la rebelión por la la injusticia del mundo que les rodea.
Para algunos, sin duda, todo esto parecerá una combinación de la blasfemia e ignorancia de la incredulidad. Pero muchos verán estas páginas como una expresión total y precisa de reflexiones habituales. Y la formulación de estas dificultades se presenta aquí con vistas a su solución. Pero, ¿dónde se puede encontrar esta solución? Que el cielo esté callado no es una experiencia nueva para los hombres. Lo que es nuevo y alarmante es que este silencio sea tan abso­luto y prolongado; que, a través de todas las cambian­tes vicisitudes de la historia de la Iglesia a lo largo de casi dos mil años este silencio haya permanecido sin quebrantarse. Esto es lo que pone la fe a prueba, y lo que endurece la falta de fe y lleva a una incredulidad abierta.
¿Se puede resolver este misterio? De nada sirve especular acerca del mismo. La solu­ción, si existe, tendrá que encontrarse en las Sagradas Escrituras. Naturalmente, el Antiguo Testamento no va a arrojar ninguna luz sobre él. Ni tampoco los Evangelios nos darán una clave; por­que éstos son los registros de los «días del cielo sobre la tierra». Tampoco es necesario rebuscar en los Hechos de los Apóstoles porque, como ya hemos visto, este Libro es el relato de una dispensación transitoria marcada por abundantes exhibiciones del poder de Dios entre los hombres. ¿No está claro que si se ha de descubrir la clave del gran secreto de la dispensación gentil, es en los escritos del apóstol a los gen­tiles dónde se debe buscar?
Pero aquí se separan los caminos. La ancha y gastada calzada de la controversia religiosa nunca nos conducirá a la verdad que buscamos. A ésta sola­mente llegaremos por un camino que la mayoría de los lectores rechazará. Debemos escoger entre un estudio de estas Epístolas contemplándolas o bien como exponentes de la evolución o perversión «paulina» de las enseñanzas del gran Rabí de Nazaret, o bien como vehículo de aquella posterior revela­ción prometida y prefigurada por nuestro divino Señor en los últimos discursos de Su ministerio sobre la tierra. La primera opción es la que se considera como el camino de la moderna ilustración, la segunda es objeto de menosprecio como un atajo ahora abandonado, o frecuentado sólo por los místicos y por los iletrados. Pero en estas cuestiones la popularidad no es el criterio de la verdad. Que el ateo evolucionista lo explique si puede, pero permanece como hecho recalcitrante que el hombre es esencialmente un ser religioso. Puede hundirse tan abajo como para deificar a la humanidad y hacer del yo su dios, pero necesita tener un dios, de la clase que sea.[4] La religión le es necesaria. La religión cristiana predomina en la Cristiandad; otros sistemas mantienen su predominio entre las civiliza­ciones decadentes del mundo; pero ni la degradación más profunda ni la ilustración más superior han producido jamás una sola nación ni tribu de ateos.
Esta realidad indubitable puede sin embargo dar origen a pensamientos muy serios. No se puede admitir que el elemento de verdad no tenga que ver con la reli­gión, ni que todas estas religiones sean igualmente aceptables. Y cuando llegamos a la cuestión de su excelencia relativa, la religión de la Cristiandad resiste a toda comparación. En tal caso, ¿podemos acaso mantener que todos los adscritos a la religión cristiana tienen la certidumbre del favor divino? Si olvidamos por un momento «el espíritu de nuestra época» y aceptamos la autoridad divina de las Escrituras, nos veremos asaltados por la duda de si la religión en este sentido sirve para nada en absoluto. Desde luego, el judaísmo era una religión divina. Tenía «ordenanzas de culto y un santuario terrenal»,[5] constituidos por Dios en un sentido que ningún otro sistema podría pretender. Y con todo leemos: «No es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en el interior, y la circuncisión es la del corazón».[6] Y aún otra vez: «Porque... ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación».[7] Ahora bien, si en una religión que parecía consistir tanto en cosas externas, lo externo no era de ningún valor en absoluto, excepto si tenía su contrapartida y su realidad en el corazón y en la vida de la persona, esto tiene que ser aun más cierto del cristianismo. ¿No podemos acaso afirmar confiada­mente que no es cristiano el que lo es exteriormente, sino solamente el que lo es interiormente? ¿No pode­mos acaso sostener que hay una gran distancia entre el cristianismo y la religión de la Cristiandad?
En el caso de la Iglesia de Roma y de las griegas, esta dis­tinción adquiere la dimensión en un abismo sin fondo. Y aún más, como bien lo ha expresado el señor Froude, en aquellos países que rechazaron la Reforma, «la cultura y la inteligencia han dejado de interesarse en un credo en el que ya no creen más. Los laicos manifiestan una indiferencia desdeñosa, y dejan a los sacerdotes que ocupen un campo en el que los hombres razona­bles han dejado ya de esperar el crecimiento de nada bueno. Este es el único fruto de la reacción católica del siglo XVI». Y añade: «Si se están empezando a manifestar los mismos fenómenos en Inglaterra, en coincidencia con el repudio de los principios de la Reforma por parte de una parte del clero, y si se les per­mite seguir con su “avivamiento” católico, el divorcio entre inteligencia y cristianismo resultará tan total entre nosotros como lo ha sido en otras partes».
Es imposible que se dé un divorcio «entre inteligencia y cristianismo». En realidad, por «cristianismo» el autor citado quiere decir «la religión de la Cristiandad» y, una vez hecha esta corrección esta aserción es irrefutable. La obra de A. J. Balfour, Foundations of Belief, soslaya esta dificultad que aquí sugerimos al detenerse en su mismo umbral. Su obra es una «introducción al estudio de la teología». Y en la misma sus críticas son incisivas, y su lógica impecable. Pero un paso más le hubiera llevado al punto donde los caminos se separan. ¿Cuál es la teología que él está abordando? ¿Es la religión de la Cristiandad —una religión humana basada en un ideal divino, formulada para intervenir y regular las opiniones y la conducta humana por lo que hace al componente espiritual de su com­plejo ser? ¿O es el cristianismo —una revelación di­vina que demanda la fe para, de esta manera, moldear el carácter y controlar la vida entera de aquellos que la reciben?
Según la opinión de algunos, la gran religión de Asia se compara favorablemente con la de la Cris­tiandad, debido a la libertad respecto del clericalismo y de las observancias ceremoniales, a su repudio de la peni­tencia y de todo mero ascetismo, y a la singular verdad y belleza de su doctrina del «Camino Medio». Pero la comparación es totalmente deshonesta, por cuanto se hace entre el budismo ideal de nuestros admiradores ingle­ses del Gautama y el sistema cristiano en sus manifestaciones más corrompidas. El budismo práctico en los entornos budistas es una superstición vulgar y esclavizante, y no puede compararse con la religión cristia­na ni en sus peores formas. E incluso el budismo refinado difundido por sus exponentes occidentales carece de aquel elemento ennoblecedor distintivo del cristianismo. La historia totalmente legendaria y me­dio mítica de la vida del Gautama dista de ser equivalente a los hechos bien conocidos del ministerio de Cristo.[8] Dejemos aquí la palabra a un testigo cuyo juicio no se halla bajo sospecha de ningún prejuicio religioso. Dice W. E. H. Lecky:
Estaba reservado al cristianismo la presentación al mundo de un carácter ideal que, en medio de todos los cambios de dieciocho siglos, ha llenado el cora­zón de los hombres de un amor apasionado, y se ha mostrado capaz de actuar sobre todas las edades, naciones, temperamentos y condiciones: que no sola­mente ha sido la pauta más sublime de virtud, sino el mayor incentivo a su práctica, y que ha ejercido una influencia tan profunda que se puede decir con verdad que el simple registro de tres cortos años de vida activa ha hecho más para regenerar y suavizar a la huma­nidad que todas las disquisiciones de los filósofos y que todas las exhortaciones de los moralistas. Este ha sido, verdaderamente, el ma­nantial de todo lo que ha habido de mejor y de más puro en la vida cristiana. En medio de todos los pecados y fracasos, en medio de todo el clericalismo, de las persecuciones y del fanatismo que han desfigurado a la Iglesia, ha preservado en el carácter y ejemplo de su Fundador un principio perdurable de regeneración.
Si la religión cristiana, incluso en su parte humana y externa, puede presentar un testimonio como éste, ¿qué palabras serán adecuadas para describir al cristianismo en el sentido más elevado y profundo? Y no es legítima la crítica de que esta distinción sea imaginaria y artificial. De hecho, es amplia y vital. Así como la religión de Asia está ba­sada en la vida y en la enseñanza del Gautama, así la religión de la Cristiandad, considerada como sistema humano, afirma basarse en la vida y en la enseñanza del gran Rabí de Nazaret. Pero el advenimiento y el ministerio de Cristo fueron en realidad preliminares a la gran revelación del cristianismo. Así quedó coronada y completada, por así decirlo, la estructura que se había estado erigiéndo durante décadas. En su aspecto público, Su misión tuvo relación con la dispensación que estaba a punto de finalizar. Él nació «bajo la ley».[9] Él fue «siervo de la circuncisión para mostrar la ver­dad de Dios». De ahí Sus palabras: «No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel». Y, como resultado, el infinito amor y la gracia que no conoce de distinciones se tuvieron que contener. «De un bautismo tengo que ser bautizado», exclamó Él, «y ¡cómo soy estrechado hasta que se cumpla!» (Lc 12:50, Gr.).

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[1] Froude, Cesar, a Sketch, p. 87
[2] Salmo 84:2, V.M.
[3] Lamentaciones 3:8
[4] «Sabemos, y nos enorgullece saberlo, que el hombre es constitutivamente un animal religioso; que el ateísmo es contrario no solamente a nuestra razón sino también a nuestros instintos; y que no puede prevalecer durante mucho tiempo» (Edmund Burke). «Los golfos callejeros y los pensadores avanzados» constituyen las categorías que, según el señor Balfour, son excepciones a esta norma (Defense of Philosophic Doubt).
[5] Hebreos 9:1
[6] Romanos 2:28
[7] Gálatas 6:15
[8] Para una refutación serena, académica e irrefutable de aquellos que como Bunsen, Seydel, etc., proponen el budismo como el cristianismo original, y de aquellos que como Sir Edwin Arnold ven el cristianismo en el budismo, remitimos a la obra del profesor Kellogg, Light of Asia and Light of the World (Macmillan).
   Además, se debe añadir que el budismo del Gautama no tiene pretensiones de ser una religión, porque no tiene ningún Dios. Pero sus seguidores, obedeciendo al hambre instintiva de la naturaleza humana por una religión, han hecho del mismo Gautama el dios de ellos. Y de forma invariable, el budismo posterior ha asimilado algunos elementos del degenerado politeísmo de que se ha visto rodeado.
[9] Gálatas 4:4



Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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