martes, 28 de diciembre de 2010

Capítulo 5. Una nueva dispensación

Capítulo 5. Una nueva dispensación

En el capítulo anterior se ha expuesto que en esta cuestión del valor probatorio de los milagros el incrédulo tiene razón y el cristiano está en un error. No es cierto que una revelación pueda realizarse sólo mediante milagros. El error de la tesis de Paley se puede de­mostrar argumentalmente. Puede quedar ejemplarizado con el caso de Juan el Bautista, que, aunque era el portador de una revelación divina de suprema importancia, no realizó milagros con los que apoyarla.[1]
También se ha aducido que, por lo que respecta a su valor probatorio, los «milagros cristianos» se dirigieron a aquel pueblo favorecido «de los cuales, según la carne, vino Cristo». Y si esto está bien fundamen­tado, estaremos preparados para ver que, en tanto que el reino se predicaba a los judíos, los milagros se prodigaron abundantemente, pero que cuando el Evan­gelio llamó al mundo pagano, los milagros perdieron su importancia, y pronto cesaron totalmente. Queda por ver si el registro sagrado confirma esta suposición.
¿Quién puede dejar de advertir el contraste entre los primeros y los últimos capítulos de los Hechos de los Apóstoles? Medido en años, el período que abar­can es relativamente breve, pero moralmente la última parte de la narración parece pertenecer a otra era. Y en realidad así es. Ha comenzado una nueva dispensación, y el libro de los Hechos cubre histó­ricamente el período de la transición. «A los judíos primero» aparece estampado en cada una de sus pá­ginas. La oración del Salvador desde la cruz[2] había conseguido un aplazamien­to del juicio para la nación favorecida. Y el perdón que se había pedido llevaba consigo un derecho a la prioridad en la proclamación de la gran amnistía. Cuando «el apóstol de la circun­cisión», por revelación expresa, llevó el Evangelio a los gentiles, éstos estaban relegados a una posición parecida a la que, anteriormente, tenían los «prosé­litos de la puerta».[3] E incluso el «apóstol de los gen­tiles» se dirigía primero a los hijos de su propio pueblo en cada lugar que visi­taba. Y esto no por ningún prejuicio, sino por comisión divina. «Era necesario», declaró en Antioquía de Pisidia, «que se os hablase primero la palabra de Dios».[4] Incluso en Roma, por profundo que fuese su deseo de visitar a los cristianos[5], su primer cuidado fue convocar a «los principales de los judíos», y a ellos «les testificaba el reino de Dios». Y no fue hasta que su testimonio fue rechazado por el pueblo escogido que se dijo esta pala­bra: «A los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán».[6]
Pero, se objetará que ya se había escrito la Epístola a los Romanos. Es cierto; pero esto sólo hace más significativa la narración de Hechos. Los que pretenden dar cuenta de la Biblia en base de principios naturales parecen ignorar algunos de los principales datos del problema que pretender resolver. No dan explicación alguna de las omisiones de la Escritura. Contrástese, por ejemplo, el primer Evangelio con el cuarto. Ambos autores compartían las mismas enseñanzas y fueron instruidos en las mismas verdades. ¿A qué se debe, entonces, que Mateo no con­tiene ni una sola frase que sea ajena al propósito con el que fue escrito, en su presentación del Mesías de Israel, el «hijo de David, el hijo de Abraham»?[7] ¿A qué se debe que Juan, que lo presenta como el Hijo de Dios, omite incluso el registro de Su nacimiento, y trata exclusivamente de verdades para todas las esce­nas y todas las épocas? Y así sucede con los Hechos de los Apóstoles. Como compañero y colaborador de San Pablo, su autor tiene que haber estado familiarizado con las grandes verdades reveladas a la Iglesia en las primeras Epístolas, pero no aparece ni rastro de ellas en su tratado. Escrito bajo la guía de Dios con un propósito específico, nada extraño a este propósito tiene lugar ahí. Al lector superficial le parecerá una colección casual de incidentes y de reminiscencias, y, no obstante, como se ha dicho muy acertadamente: «no hay ningún libro en el mundo en el que sea más evidente para un observador cuidadoso el principio de la selec­ción intencionada».[8]
La posición especial y distintiva de que disfrutaba el judío era una característica principal de la economía entonces a punto de clausurarse. «No hay diferencia»[9] constituye un canon de la doctrina cristiana. Los hombres hablan de la historia sagrada de la raza humana, pero no hay tal historia. El Antiguo Testa­mento es la historia sagrada de la familia de Abraham. El llamamiento de Abraham tuvo lugar cronológicamente en el punto central entre la creación de Adán y la Cruz de Cristo, y sin embargo la historia de todos los siglos desde Adán a Abraham se despacha en once capítulos. Y si durante la historia de Israel la luz de la revelación se posó durante un tiempo sobre naciones paganas, fue porque la nación escogida se hallaba temporalmente en la cautividad. Pero Dios apartó a la raza hebrea para que ellos fueran el centro y canal de bendición para el mundo. Fue debido a su orgullo que llegaron a considerarse como los únicos objetos de la benevolencia divina.
Cuando algún gran criador de vinos franceses designa a un agente en este país, solamente suministra sus vinos a través de este agente. Pero su intención no es la de obstaculizar, sino la de agilizar la venta, y asegurar que no se pasarán al público vinos falsificados con su nombre. Fue con un fin parecido por el que Israel fue llamado a bendición. Así era como debiera haberse mantenido el conocimiento del verdadero Dios sobre la tierra.[10] Pero los judíos pervirtieron su entidad como agencia a una posesión exclusiva del favor divino. Aquel templo que hubiera debido ser «casa de oración para todas las nacio­nes»[11] lo trataron como si no fuese la casa de Dios, sino propia de ellos, y acabaron degradándolo de tal manera, que al final se convirtió en una «cueva de ladro­nes». Pero la posición que así les había sido otorgada por Dios implicaba una prioridad en bendición. Y este principio  impregna no  solamente las  Escrituras  del Antiguo Testamento, sino también los Evangelios. Para nosotros es desde luego natural leer los Evan­gelios a la luz de las Epístolas, y de este modo «leer en ellos» las más amplias verdades del cristianismo. Pero si el canon de la Escritura acabase con los Evangelios esto sería imposible.[12]
Ahora supongamos que tuviésemos las Epístolas, pero que careciéramos de los Hechos de los Após­toles, ¡cuán sorprendente parecería el encabezamien­to de «a los Romanos» que nos encontraríamos al acabar el estudio de los evangelistas! ¿Cómo podríamos explicar una transición semejante? ¿Cómo podría­mos explicar la gran tesis de esta epístola, que no hay diferencia entre judío y gentil, estando los dos, por naturaleza, a un mismo nivel de pecado y ruina, siendo ambos llamados por la gracia a iguales privilegios y glorias? Será en vano que rebuscaremos en las anteriores Escrituras en busca de una enseñanza como ésta. No solamente el Antiguo Testamento, sino que incluso los Evangelios parecen estar separados de las Epístolas por un abismo. Y salvar este abismo es el propósito divino por el cual se ha dado a la Iglesia los Hechos de los Apóstoles. La primera parte del libro es la conclusión de los Evangelios y su secuela; su narración final es una introducción a la gran revelación del cristianismo.
¿Pero no fue la muerte de Esteban, referida en el capítulo 7, la crisis del testimonio de Pentecostés? Indudablemente así fue; y como consecuencia de ello recibió su comisión «el apóstol de los gentiles». Pero fue una crisis semejante a la que marcó el ministerio de nuestro bendito Señor Jesucristo, cuando el Consejo en Jerusalén decretó Su destrucción.[13] A partir de entonces ordenó silencio con respecto a Sus mila­gros,[14] y Su enseñanza quedó velada en parábolas.[15] Pero aunque Su ministerio entró en esta fase alte­rada, prosiguió hasta Su muerte. Y así es con el registro de los Hechos. La progresión en la Revelación es gradual, lo mismo que el crecimiento en la naturaleza, y en algunas ocasiones solamente se puede apreciar por sus desarrollos. El apóstol a la circuncisión cede el puesto al apóstol de los gentiles como figura central de la narrativa, pero todavía se le reconoce al judío en todo lugar la prioridad en el orden de la bendi­ción, y no es hasta que éste ha despreciado la bendi­ción en todas partes, desde Jerusalén hasta Roma, que la dispensación pentecostal llega a su fin con la pro­mulgación de este solemne decreto: «A los gentiles es enviada esta salvación de Dios».[16]
Las esperanzas suscitadas en los discípulos por las últimas palabras de aliento y promesa de su Señor se cumplieron con creces. Los convertidos acudieron a ellos a miles, y «se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo». Y, como ya se ha visto, no solamente se manifestaba el poder divino para acreditar el testimonio de ellos, sino también para librarlos de ataques y rescatarlos de las cadenas y de las cárceles. Y tampoco estuvo San Pablo por detrás de los demás en esto. Pero comparemos la narración de los días pentecostales con la narración de su encierro en Roma, ¡y observemos el cambio! Cuando fue echado a un calabozo en Filipos como pertur­bador de la paz, el cielo bajó a la tierra en respuesta a su oración de medianoche, las puertas de la cárcel se abrieron de par en par, su carcelero se trans­formó en un discípulo, y los magistrados que le habían encerrado le rogaron, con palabras obsequio­sas, que cumpliera unas órdenes que ya no se atrevían a hacer cumplir por la fuerza. Pero en Roma es «el pri­sionero del Señor». Se sabe en todas partes que su encarcelamiento es por causa de Cristo.[17] En otras palabras, no hay otras acusaciones colaterales, ni cargos incidentales, como en Filipos, para disfrazar el verdadero carácter de la acusación en contra de él. Es un hecho público que está encarcelado y encadenado debido tan sólo a que enseña el cristianismo. Si la teoría recibida con respecto a los milagros está bien fundamentada, ésta es la escena y aquí tenemos la ocasión idónea para que se den «señales, prodigios y milagros» como aquellos a los que había apelado en los prime­ros pasos de su carrera.[18] Pero el cielo está callado. No hay ahora ningún terremoto para dejar atónitos a sus per­seguidores. Ningún ángel mensajero le suelta las cadenas. Está solo, abandonado por los hombres, como su mismo Maestro lo estuvo y, aparentemente, abandonado por Dios.[19] ¡Qué natural resulta el escarnio del escéptico de que los milagros eran abundantes y baratos entre los ignorantes de Galilea, y el populacho de Jerusalén! Un milagro en la corte de Nerón hubiera podido ciertamente «acreditar el cristianismo». Desde luego, hubiera podido sacudir al mundo. Pero no hubo milagro alguno; porque, al cesar el testi­monio especial a los judíos, el propósito para el que se habían dado los milagros se había ya cumplido.
Como el día que amanece con un resplandor sin nubes, y se aproxima al mediodía en la gloria de un verano perfecto, pero que después empie­za a menguar, y queda termina en medio de la penumbra de unas nubes tormentosas que se acumulan cubriendo el cielo y ennegreciendo toda la escena, así sucedió con el curso de aquella breve historia. En el primer gran Pentecostés, tres mil conversos se bautizaron en un solo día, el poder manifiesto de Dios llenó cada alma de maravilla, y aque­llos que eran Suyos tenían «alegría en sus corazones» y «favor con todo el pueblo». Y cuando la primera amenaza de persecución los unió a todos juntos en oración, «el lugar en que estaban congregados tem­bló ... y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús».[20] El aparente frenazo que supuso la muerte del primer mártir fue seguido de la conversión de aquél que la había pro­vocado, el fiero y blasfemo perseguidor, ganado a la fe por cuya destrucción tanto había luchado, y encadenado a las ruedas del carro triunfal del Evangelio.[21] Pero vemos ahora a aquel mismo Pablo, aunque el mayor de los apóstoles y el principal campeón que la fe haya jamás conocido, compareciendo solo ante el tribunal del César, un hombre débil, aplastado, entregado a la muerte para satisfacer la política o el capricho de la Roma Imperial.
En días por venir «el cántico de Moisés siervo de Dios, y el cántico del Cordero» se mezclarán otra vez en el himno de los redimidos:[22] El cántico de Moisés:

«Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente.
Ha echado en el mar al caballo y al jinete» —

—aquel cántico del triunfo público del poder divino manifestado abiertamente; y el cántico del Cordero: el cántico de aquel triunfo más profundo, pero escon­dido de la fe en lo invisible. Pero ahora el cántico de Moisés ha cesado, y el único cántico de la Iglesia es el de Aquel que venció y que ganó el trono mediante una derrota y vergüenza manifiesta. Los días del «viento recio que soplaba», de las «lenguas de fue­go», del terremoto, se encuentran en el pasado. El ancla de la esperanza del cristiano está firmemente asegurada en las veladas realidades del cielo. Se sostiene «como viendo al Invisible»

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[1] Juan 10:41
[2] Lucas 23:34
[3] Hechos 10. Esto queda más claro en 15:2.
[4] Hechos 13:46; 17:2-10; 18:1-4
[5] Romanos 1:11
[6] Hechos 28:17, 23, 28
[7] La proclamación profética de Mateo 16:18 no puede ser considerada como una excepción de esto.
[8] Conferencias de Bampton, 1864.
[9] Romanos 3:22
[10] Este era el espíritu de sus Escrituras inspiradas. Ver. p. ej., 2 Crónicas 6:32-33; Salmo 67:1-3, etc.
[11] Marcos 11:17
[12] Dice el autor de Supernatural Religion: «Si el cristianismo consiste en las doctrinas predicadas en el Cuarto Evangelio, no es mucho decir que los Sinópticos no enseñan en absoluto el cristianismo. Se nos presenta el extraordinario fenómeno de tres Evangelios, donde cada uno de ellos afirma ser completo en sí mismo, y que transmite las buenas nuevas de salvación al hombre, pero que en realidad omiten las doctrinas que constituyen las condiciones de esta salvación». Esta es una buena muestra de la clase de aseveraciones que, debido a la extendida ignorancia de las Sagradas Escrituras, son suficientes para socavar la fe incluso de las personas cultas de nuestros días. Los Evangelios no fueron escritos «para enseñar cristianismo», sino para revelar a Cristo en los diferentes aspectos de Su persona y obra como Mesías de Israel, Siervo de Jehová, Hijo del Hombre e Hijo de Dios. Ninguno de ellos es «completo en sí mismo»; y solamente el Cuarto declara expresamente enseñar el camino de la salvación (Jn. 20:31).
[13] Mateo 12:14
[14] Mateo 12:15-16
[15] Mateo 13
[16] Ver Apéndices, nota 3.
[17] Filipenses 1:13
[18] Corintios 12:12
[19] Timoteo 4:16 Este pasaje refuta la tradición de que San Pedro fuera obispo de Roma.
[20] Hechos 4:23-33
[21] Corintios 2:14
[22] Apocalipsis 15:3



Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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