martes, 28 de diciembre de 2010

Capítulo 4. El valor probatorio de los milagros

Capítulo 4. El valor probatorio de los milagros

Que Paley y los que le siguen se hayan equi­vocado y hayan presentado erróneamente el valor probatorio de los milagros de Cristo, les podrá parecer a algunos una proposición sorprendente; pero no es nueva en absoluto. Además, es a este error al que debe su aparente fuerza lógica el argumento de John Stuart Mill en contra de los milagros en Essays on Religion (Ensayos sobre la religión).
El descreimiento del escéptico cristianizado contrasta desfavorablemente con el agnosticismo del incrédulo sincero. El primero, al rechazar los milagros, impugna la autentici­dad de los Evangelios, y así socava  temerariamente las bases del cristianismo. El objeto del otro es la defensa de la razón humana en contra de supuestas usurpaciones de su autoridad. El primero comercia con sofismas que han sido una y otra vez refutados y denunciados. El segundo propone argumentos que no han recibido todavía respuesta de adecuada. En la práctica, el pseudocristiano une sus fuerzas con el ateo; porque ninguna cantidad de argumentos especiosos servirá para invalidar el desafío de Paley: «Creed tan sólo que Dios existe, y los milagros no son increíbles». El agnóstico declarado se aferra a la gratuita afirmación de Paley de que una revelación solamente sólo puede hacerse mediante mila­gros, y se dispone a demostrar que los milagros carecen totalmente de valor para tal fin.
Entre los hombres de la literatura inglesa, la posición de Mill es casi excepcional. A partir de la narración de su infancia en aquel libro tan triste, su «Autobiografía», parece que abordó el estudio del cristianismo desde el punto de vista de un pagano culto. Por ello, ignoraba totalmente que su argumento en contra de la posi­ción de los teólogos estaba totalmente de acuerdo con las enseñanzas de las Escrituras. «No se puede demostrar que una revelación sea divina, excepto por evidencias externas»: de esta manera reformula él la tesis de Paley. Y el problema que esto implica puede explicarse usando la siguiente ilustración.
Aparece un extraño, digamos que en Londres, la metrópolis del mundo, afirmando ser el portador de una revelación divina a la humanidad y, a fin de acreditar su mensaje, procede a manifestar poderes milagrosos. Supongamos por ahora que después de una investigación rigurosa queda establecida la rea­lidad de los milagros, y que todos están de acuerdo acerca de su autenticidad. Aquí, pues, nos encontramos de cara con la cuestión de la manera más práctica. Si el «argumento cristiano» es correcto, estamos obliga­dos a aceptar cualquier evangelio que este profeta proclame. Y nadie que conozca algo de la naturaleza humana dudará de que será generalmente aceptado. No obstante, el cristiano sería guardado de ello por las palabras del apóstol inspirado: «Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente  del que os hemos anunciado, sea anatema».[1] En pocas palabras, ¡el cristiano dejaría de lado inmediatamente su «Paley» y adoptaría la postura del escéptico en Essays on Religion! Además, insistiría en aplicar al obrador de milagros la prue­ba de las Sagradas Escrituras y, al hallarlo en con­tradicción con el Evangelio que ya había recibido, lo rechazaría. Es decir, no probaría el mensaje por los milagros, sino por una revelación precedente conocida como divina.
Que Cristo vino a fundar una nueva religión, y que el cristianismo fue recibido en el mundo sobre la autoridad de sus milagros —estas son unas tesis que tienen una aceptación casi universal en el seno de la Cristiandad. Por ello, parecerá chocante la afirmación de que ambas afirmaciones son igualmente erróneas, y que la pos­tura cristiana ha quedado seriamente en entredicho debido a tal error. Y sin embargo ésta es la conclusión que sugiere el anterior argumento, y a la que nos llevará una investigación exhaustiva y cuidadosa. ¿No es acaso cierto que aquellos en medio de los cua­les Cristo obró Sus milagros fueron los mismos que después le crucificaron como a un blasfemo im­postor? ¿No es un hecho que cuando le reta­ron a que realizase milagros para apoyar con ellos Sus reivindicaciones mesiánicas, Él rehusó termi­nantemente hacer tal cosa?[2]
«No obstante», dice el obispo Butler, al recapitular su argumento tocante a esto, «se admite que la aceptación del cristianismo en el mundo tuvo lugar sobre la base de la creencia en los mila­gros», y que «esto es lo que los primeros conversos hubieran expuesto como su razón para abra­zarlo». Esto no se puede decir más claro. Los «pri­meros conversos», habiendo sido testigos de los milagros, reflexionaron acerca de la cuestión, y llegaron a la conclusión de que quien los obraba tenía que ser en­viado de Dios; y así se convirtieron. Pero, ¿en base a qué autoridad se hacen estas afirmaciones? De hecho, no se dice de ninguno de los discípulos que fundamentase su fe sobre esta base.[3] La narra­ción de la primera Pascua del ministerio del Señor, que pare­cería a primera vista refutar esto, es, de hecho, la prueba más clara de lo mismo. Esas son las palabras: «Muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque conocía a todos».[4] Es decir, rehusó reconocer un discipulado así.
Después sigue la historia de Nicodemo, que era uno de estos conversos a causa de los milagros. Ha­bía llegado al discipulado por razonamientos, preci­samente como lo supone Butler; pero, como dice el Deán Alford[5], se le tuvo que enseñar que «no es conocimiento lo necesario para el reino, sino vida, y la vida tiene que empezar por el nacimiento». Y de este tenor es todo el testimonio de San Juan. Totalmente en armonía con el mismo tenemos el testimonio de San Pedro, que con él compartió el privilegio especial de contemplar el mayor de los milagros, la Transfiguración en el monte santo. «Siendo renacidos [escribe él], no de simiente corruptible, sino de incorrup­tible, por la Palabra de Dios.»[6]
Aún más notable y significativo es el caso de San Pablo. Un razonador tan grande como Butler, y un hombre además de una devoción inquebrantable a aquello que creía que era la verdad, pero el testimonio completo del minis­terio y de los milagros de Cristo le convirtió en un acerbo adversario y perseguidor del cristianismo. «Obtuve misericordia», con estas palabras explica el cambio que tuvo lugar en él. Y de nuevo: «Agradó a Dios, que ... me llamó por su gracia, revelar a su Hijo en mí». Algunos podrán tildar este lenguaje de místico. Para otros, que son como lo que hasta entonces había sido San Pablo, puede incluso parecerles ofensivo. Pero, sea cual fuere su signifi­cado, y sea como fuere que se considere, es cosa cierta que implica algo enteramente diferente de lo que indican las palabras del obispo Butler.[7]
En tal caso, si los milagros no tenían el propósito de constituir una base para la fe en Cristo, uno puede preguntar: ¿para qué se realizaron en absoluto? La respuesta es que tenían un doble carácter y propósito. Así como un hombre bueno que posee los medios y la oportunidad de aliviar el sufrimiento es impulsado a actuar por su propia naturaleza, así sucedió con nuestro bendito Señor. Cuando «aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros», era, si puedo decirlo con reverencia, lógico que las enfer­medades e incluso la muerte cedieran delante de Él. El fue «haciendo bienes y sanando a todos los opri­midos por el diablo, porque Dios estaba con él». Los escépticos hablan como si nuestro Señor estuviera descrito como haciendo pausas a intervalos en Sus enseñanzas para obrar milagros a fin de acallar la incredulidad. Esta idea es del todo grotesca en su falsedad. Bien al contrario, leemos afirmacio­nes como que «No hizo allí muchos milagros a causa de la incredulidad de ellos».[8] De hecho, aun­que no se registra ni un solo caso en todo el curso de Su ministerio en el que la fe apelara a Él en vano —y esto es lo que hace tan extraño y agobiante en la actualidad el dominio inexorable de la ley natural—, tampoco se registra un solo caso en el que el desafío desde la incredulidad obtuviera la satisfacción de un mi­lagro. Cada desafío de esta clase fue confrontado remitien­do al sofista a las Escrituras.
Y esto sugiere el segundo gran propósito para el que se dieron los milagros. Para los judíos, reli­gión y política eran inseparables. Cada espe­ranza de bendición espiritual descansaba sobre la venida del Mesías. Con dicha venida se relacionaba cada promesa de independencia y prosperidad nacional. Los pocos piadosos que constituyeron el pequeño grupo de Sus verdaderos discípulos pensaban, primeramente y ante todo, en el aspecto espiritual de Su misión. La muchedumbre pensaba sólo en librarse del yugo romano y en la restauración de las desaparecidas glorias de su reino. En el caso de todos, Sus principales credenciales se tenían que buscar en las Escrituras que predecían Su venida, y era a éstas a las que siempre Él apelaba en último término. «Escudri­ñad las Escrituras», les dijo a los judíos, «porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí».[9] «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.»[10]
A este respecto, la prueba mediante los milagros era puramente incidental. No se sugiere en ningún lugar que se dieran para acreditar la enseñanza; su propósito probatorio era única y exclusivamente para acreditar al Maestro. No se trataba meramente de que fuesen milagros, sino que eran aquellos milagros que debían esperar los judíos según sus propias Escrituras. El significado de los mismos dependía de su especial carácter[11] y de su relación con una revela­ción precedente aceptada como divina por parte de aquellos para cuyo beneficio se cumplieron.
Y se puede observar de pasada que esto sugiere otro fallo en el argumento cristiano en base de los milagros, según se suele formular. Lo que es sobrenatural no es necesariamente divino. «Todo aquel que obra milagros es enviado de Dios: este hombre obra milagros, por tanto es enviado de Dios». La lógica del silogismo es perfecta. Pero el judío rechazaría con toda razón la premisa principal, y naturalmente rechazaría la conclusión. De hecho, atribuyó los milagros de Cristo a Satanás, y nuestro Señor respondió a la injuria, no negando el poder satánico, sino apelando a la naturaleza y al propósito de Sus acciones. Como Sus milagros se dirigían manifiestamente en contra del archienemigo, insistía Él, no se podían atribuir a su influencia.
La subordinación del testimonio de los milagros al de las Escrituras aparece todavía más clara en la enseñanza posterior a la resurrección. Leemos así: «Comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de Él decían.» Y de nuevo: «Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros, que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos».[12] Y no es diferente cuando los após­toles asumieron el testimonio. San Pedro, dirigiéndose a los judíos de Jerusalén, apela a «todos los profetas, desde Samuel en adelante, cuantos han hablado».[13] De este mismo tenor fue la defensa de San Pablo cuando fue hecho comparecer ante Agripa: «Persevero hasta el día de hoy [declaraba], dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que había de suceder».[14] Y cuando pasamos a la enseñanza dogmática de las Epístolas encontramos que se insiste con más energía en la misma verdad, que Cristo «vino a ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los padres, y para que los gentiles glorifiquen a Dios por su misericordia, como está escrito».[15]
Se podría llenar así página tras página para de­mostrar la falsedad de la tesis que aquí se analiza. «¡Una nueva religión!» Estaría más cerca de la ver­dad decir que un gran propósito de la venida del Mesías era el de poner fin del todo al reinado de la religión. Esta afirmación estaría plenamente de acuerdo con el espíritu del único pasaje en el Nuevo Testamento en que aparece esta palabra en relación con la vida cristiana.[16] Cristo fue. Él mismo, la realidad de cada tipo, la sustancia de cada sombra, el cumplimiento de cada una de las promesas de la vieja religión. Tanto si hablamos del altar como del sacrificio, del sacerdote como del templo en el que ministraba, Cristo fue el antitipo de todo ello. Su propósito no fue desechar todas estas cosas para colocar otras en su lugar —vino, no a destruir la ley y los profetas, sino a cumplirlos—. Los mis­mos detalles de aquel prolijo ritual, el mo­biliario mismo de aquel espléndido santuario que era el marco y centro de la oración nacional, todo ello señalaba a Él. El arca del pacto, el propiciatorio que la cubría, el Lugar Santísimo mismo, y el velo que cerraba la entrada al mismo —todas estas cosas eran sencillamente tipos de Él mismo. Los diversos altares y los numerosos sacrificios eran testimonio de Sus infinitas perfec­ciones y de los diversos aspectos de Su muerte con la que trajo gloria a Dios y plena redención a la huma­nidad. La pura verdad es que el intento de establecer ahora una nueva religión en el sentido en que el judaísmo era una religión constituye una negación del cristianismo y apostatar de Cristo.[17]
A la luz de esta verdad se disipa toda la fuerza de los argumentos del escéptico. Cuando el Nazareno se manifestó, la cuestión con los judíos no era si, a semejanza de otro Juan el Bautista, se trataba de «un hombre enviado de Dios», sino de si Él era el Enviado, el Mesías a quien toda su religión apuntaba y de quien todas sus Escrituras daban testimonio: «Hemos hallado al Mesías»; «Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la ley, así como los profetas».[18] Estas eran las palabras con las que los discípulos dieron expre­sión a su fe, y mediante las cuales trataron de atraer a otros a Él. De modo que la cuestión no es si una reve­lación puede acreditarse mediante pruebas externas, sino si la tales pruebas pueden ser válidas para acreditar a una persona cuya venida ha sido anunciada previamente. Y esto no lo podría contradecir ninguna persona que pondere la cuestión con la debida reflexión.
En la violenta invectiva del Deán Swift contra los obispos irlandeses de su época, sugería que se trataba de unos vagabundos que, habiendo asaltado y robado a los prelados designados por la Corona, habían entrado en sus Sedes en virtud de unas credenciales robadas. Todo él punto de su sátira se basaba en la posibilidad teórica de su sugerencia. No hay nada más difícil, en ciertas circunstancias, que acreditar a un enviado. Pero si se le espera, la cosa más sencilla será suficiente. Digamos que envío a un mensajero con una cierta misión se­creta y arriesgada. Otro mensajero seguirá más tarde con nuevas y completas instrucciones. Le describo el mensajero, pero la conciencia del riesgo que corre le lleva a pedir que presente unas credenciales adecuadas. Como respuesta a esta petición, tomo un trozo de papel, lo parto en dos, y, dándole una de las mitades, le digo que la otra mitad se la presentará el otro enviado. Ningún documento, por oficial que fuese, daría una prueba más segura de su iden­tidad que este trozo de papel roto.
Así, podemos ver en qué sentido, y de qué manera tan segura y sencilla, la «prueba externa» puede servir para «acreditar una revelación». Y al haber quedado eliminada la obje­ción del escéptico, de nuevo se encuentra enfrentado con la fuerza irrefutable del argumento de Paley sobre el tema central.

Pero aquí tenemos otra cuestión que pide nuestra atención, aunque ignorada tanto por el exponente como por el objetor. Ambos han analizado el problema desde el punto de vista meramente humano, en tanto que la revelación que se ofrece a nuestra aceptación afirma ser divina. El hombre es tan solamente una criatura: ¿acaso Dios no puede hablar de tal manera que Sus pala­bras lleven consigo su propia sanción y autoridad? Afirmar que Dios no puede hablar de tal manera al hombre es negar en la práctica que sea Dios. Afirmar que de hecho Él nunca ha hablado de tal manera involucra una transparente petición de principio. Se podría alegar que la autenticidad de la profecía y de la promesa han quedado establecidas por su cumplimiento. Pero es cosa cierta que los profetas declaran que es así que Dios así les habló a ellos, que las Escrituras lo asumen, y que la fe del cristiano lo respalda.

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[1] Gálatas 1:8
[2] Mateo 12:33-39; 16:1-4
[3] Si alguien quiere citar el caso de Simón el Mago como excepción, ¡será bueno indicar que es un argumento autorrefutante!
[4] Juan 2:23-24
[5] Comentario al Nuevo Testamento Griego, Juan 3.
[6] 1 Pedro 1:23. Aún más concluyentes son las palabras del Señor dirigidas a Pedro como respuesta a su confesión de que era el Mesías: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos»  (Mt. 16:17).
[7] El testimonio de San Pablo adquiere especial relevancia debido a que su visión en el camino de Damasco podría inducirnos a considerarlo como discípulo a causa de un milagro, si no fuera por sus palabras tan explícitas.
[8] Mateo 13:58
[9] Juan 5:39-40
[10] Lucas 16:31
[11] Esto queda ejemplificado muy notablemente en el caso de Juan el Bautista (Mt. 11:2-5; ver también Jn. 5:36).
[12] Lucas 24:27-44. Esta triple división del Antiguo Testamento era la comúnmente adoptada por el judío: la  ley, los profetas y la «hagiografa». Los Salmos estaban al principio de la tercera división, y así vinieron a dar su nombre al total.
[13] Hechos 3:24
[14] Hechos 26:22
[15] Romanos 15:8-9
[16] Santiago 1:27
[17] Por lo que respecta a la utilización de la palabra «religión», ver Apéndices, nota 2.
[18] Juan 1:41-45


Historia:
Fecha de primera publicación en inglés: 1897
Traducción del inglés: Santiago Escuain
Primera traducción publicada por Editorial Portavoz en castellano en 1983
OCR 2010 por Andreu Escuain
Nueva traducción © 2010 cotejando la antigua traducción y con constante referencia al original inglés, Santiago Escuain
Quedan reservados todos los derechos. Se permite su difusión para usos no comerciales condicionado a que se mantenga la integridad de la obra, sin cambios ni enmiendas de ninguna clase.

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